domingo, 29 de enero de 2012

LORD DUNSANY


EN DONDE SUBEN Y BAJAN LAS MAREAS


Soñé que había hecho una cosa horrible, tan horrible, que se me negó sepultura en tierra y en mar, y ni siquiera había infierno para mí.

Esperé algunas horas con esta certidumbre. Entonces vinieron por mí mis amigos, y secretamente me asesinaron, y con antiguo rito y entre grandes hachones encendidos, me sacaron.

Esto acontecía en Londres, y furtivamente, en el silencio de la noche, me llevaron a lo largo de calles grises y por entre míseras casas hasta el río. Y el río y el flujo del mar pugnaban entre bancos de cieno, y ambos estaban negros y llenos de los reflejos de las luces. Una súbita sorpresa asomó a sus ojos cuando se les acercaron mis amigos con sus hachas fulgurantes. Y yo lo veía, muerto y rígido, porque mi alma aún estaba entre mis huesos porque no había infierno para ella, porque se me había negado sepultura cristiana.

Bajáronme por una escalera cubierta de musgo resbaladizo y viscosidades, y así descendí, poco a poco, al terrible fango. Allí, en el territorio de las cosas abandonadas, excavaron una somera fosa. Después me depositaron en la tumba y, de repente, arrojaron las antorchas al río. Y cuando el agua extinguió el fulgor de las teas, viéronse, pálidas, pequeñas, sobrenadar en la marea; y al punto se desvaneció el resplandor de la calamidad, y advertí que se aproximaba la enorme aurora; mis amigos cubriéronse los rostros con sus capas, y la solemne procesión se dispersó, y mis amigos fugitivos desaparecieron calladamente.

Entonces volvió el fango cansadamente y lo cubrió todo, menos mi cara. Allí yacía solo, con las cosas olvidadas, con las cosas amontonadas que las mareas no llevarán más adelante, con las cosas inútiles y perdidas, con los ladrillos horribles, que no son ni tierra ni piedra. Nada sentía, porque me habían asesinado; mas la percepción y el pensamiento estaban en mi alma desdichada. La aurora se abría, y vi las desoladas viviendas amontonadas en la margen del río, y en mis ojos muertos penetraban sus muertas ventanas, tras las cuales había fardos en vez de ojos humanos. Y tanto hastío sentí al mirar aquellas cosas abandonadas que quise llorar, mas no pude, porque estaba muerto. Supe entonces lo que jamás había sabido: que durante muchos años aquel rebaño de casas desoladas había querido llorar también; mas, por estar muertas, estaban mudas. Y supe que también las cosas olvidadas hubiesen llorado, pero no tenían ni ojos ni vida. Y yo también intenté llorar, pero no había lágrimas en mis ojos muertos. Y supe que el río podía habernos cuidado, podía habernos acariciado, podía habernos cantado; mas él seguía corriendo, sin pensar más que en los bancos maravillosos.

Por fin, la marea hizo lo que no hizo el río, y vino y me cubrió y mi alma halló reposo en el agua verde. Y se regocijó e imaginó que tenía la sepultura en el mar.

Mas con el reflujo descendió el agua otra vez, y otra vez me dejó solo con el fango insensible, con las cosas olvidadas, ahora dispersas, y con el paisaje de las desoladas casas, y con la certidumbre de que todos estábamos muertos.

En el renegrido muro que tenía detrás, tapizado de verdes algas, despojo del mar, aparecieron oscuros túneles y secretas galerías tortuosas que estaban dormidas y obstruídas. De ellas bajaron al cabo furtivas ratas a roerme, y mi alma se regocijó creyendo que al fin se vería libre de los malditos huesos a los que se había negado entierro. Pero al punto se apartaron las ratas breve trecho y cuchichearon entre sí. No volvieron más. Cuando descubrí que hasta las ratas me execraban, intenté llorar de nuevo.

Entonces, la marea vino retirándose, y cubrió el espantoso fango, y ocultó las desoladas casas, y acarició las cosas olvidadas, y mi alma reposó por un momento en la sepultura del mar. Luego me abandonó otra vez la marea.

Y sobre mí pasó durante muchos años arriba y abajo. Un día me encontró el Consejo del Condado y me dio sepultura decorosa. Era la primera tumba en que dormía. Pero aquella misma noche mis amigos vinieron por mí y me exhumaron y me llevaron de nuevo al hoyo somero del fango.

Una y otra vez hallaron mis huesos sepultura a través de los años; pero siempre, al fin del funeral, acechaba uno de aquellos hombres terribles, quienes, no bien caía la noche, venían, me sacaban y me volvían nuevamente al hoyo del fango.

Por fin, un día, murió el último de aquellos hombres que hicieron un tiempo la terrible ceremonia conmigo. Oí pasar su alma por el río al ponerse el sol.

Y esperé de nuevo.

Pocas semanas después me encontraron otra vez, y otra vez me sacaron de aquel lugar en que no hallaba reposo, y me dieron profunda sepultura en sagrado, donde mi alma esperaba descanso.

Y al punto vinieron hombres embozados en capas y con hachones encendidos para volverme al fango, porque la ceremonia había llegado a ser tradicional y de rito. Y todas las cosas abandonadas se mofaron de mí en sus mudos corazones cuando me vieron volver, porque estaban celosas de que hubiese dejado el fango.

Debe recordarse que no podía llorar.

Y corrían los años hacia el mar a donde van las negras barcas, y las grandes centurias abandonadas se perdían en el mar, y allí permanecía yo sin motivo de esperanza y sin atreverme a esperar sin motivo por miedo a la terrible envidia y a la cólera de las cosas que ya no podían navegar.

Una vez se desató una gran borrasca que llegó hasta Londres y que venía del Mar del Sur; y vino retorciéndose río arriba empujada por el viento furioso del Este. Y era más poderosa que las espantosas mareas, y pasó a grandes saltos sobre el fango movedizo. Y todas las tristes cosas olvidadas se regocijaron y mezcláronse con las cosas que estaban más altas que ellas, y pulularon otra vez entre los señoriales barcos que se balanceaban arriba y abajo. Y sacó mis huesos de su horrible morada para no volver nunca más, esperaba yo, a sufrir la injuria de las mareas. Y con la bajamar cabalgó río abajo, y dobló hacia el Sur, y tornóse a su morada. Y repartió mis huesos por las islas y por las costas felices y extraños continentes. Y por un momento, mientras estuvieron separados, mi alma creyóse casi libre.

Luego se levantó, al mandato de la luna, el asiduo flujo de la marea, y deshizo en un punto el trabajo del reflujo, y recogió mis huesos de las riberas de las islas del sol, y los rebuscó por las costas de los continentes, y fluyó hacia el Norte hasta que llegó a la boca del Támesis, y allí volvió a Occidente su faz implacable, y subió por el río y encontró el hoyo del fango, y en él dejó caer mis huesos; y el fango cubrió algunos y dejó otros al descubierto, porque el fango no cuida de las cosas abandonadas.

Llegó el reflujo, y vi los ojos muertos de las casas y la envidia de las otras cosas abandonadas que no había removido la tempestad.

Y transcurrieron algunas centurias más sobre el flujo y el reflujo y sobre la soledad de las cosas olvidadas. Y allí permanecía en la indiferente prisión del fango, jamás cubierto por completo ni jamás libre, y ansiaba la gran caricia cálida de la tierra o el dulce regazo del mar.

A veces encontraban mis huesos los hombres y los enterraban; pero nunca moría la tradición y siempre me volvían al fango los sucesores de mis amigos. Al fin dejaron de pasar los barcos y fueron apagándose las luces; ya no flotaron más río abajo las tablas de madera, y en cambio llegaron viejos árboles descuajados por el viento, en su natural simplicidad.

Al cabo, percibí que por donde quiera a mi lado se mavía una brizna de hierba y el musgo crecía en los muros de las casas muertas. Un día, una rama de cardo silvestre pasó río abajo.

Por algunos años espié atentamente aquellas señales, hasta que me cercioré de que Londres desaparecía. Entonces perdí una vez más la esperanza y en toda la orilla del río reinaba la ira entre las cosas perdidas, pues nada se atrevía a esperar en el fango abandonado. Poco a poco se desmoronaron las horribles casas, hasta que las pobres cosas muertas que jamás tuvieron vida, encontraron sepultura decorosa entre las plantas y el musgo. Al fin apareció la flor del espino y la clemátide. Y sobre los diques que habían sido muelles y almacenes se irguió al fin la rosa silvestre. Entonces supe que la causa de la naturaleza había triunfado y que Londres había desaparecido.

El último hombre de Londres vino al muro del río, embozado en una antigua capa, que era una de aquellas que en un tiempo usaron mis amigos, y se asomó al petril para asegurarse de que yo estaba quieto allí; se marchó y no le volví a ver: había desaparecido a la par que Londres.

Pocos días después de haberse ido el último hombre, entraron las aves en Londres, todas las aves que cantan. Cuando me vieron, me miraron con recelo, se apartaron un poco y hablaron entre sí.

“Sólo pecó contra el Hombre - dijeron -. No es cuestión nuestra”.

“Seamos buenas con él” - dijeron.

Entonces se me acercaron y empezaron a cantar. Era la hora del amanecer, y en las dos orillas del río, y en el cielo, y en las espesuras que en un tiempo fueron calles cantaban centenares de pájaros. A medida que el día adelantaba, arreciaban en su canto los pájaros; sus bandadas espesábanse en el aire, sobre mi cabeza, hasta que se reunieron miles de ellos cantando, y después millones, y, por último, no pude ver sino un ejército de alas batientes, con la luz del sol sobre ellas, y breves claros de cielo. Entonces, cuando nada se oía en Londres, más que las miriadas de notas del canto alborozado, mi alma se desprendió de mis huesos en el hoyo del fango y comenzó a trepar sobre el canto hacia el cielo. Y pareció que se abría entre las alas de los pájaros un sendero que subía y subía, y a su término, se entreabría una estrecha puerta del Paraíso. Y entonces conocí, por una señal, que el fango no había de recibirme más, porque de repente descubrí que podía llorar.

En este instante abrí los ojos en la cama de una casa de Londres, y fuera, a la luz radiante de la mañana, trinaban unos gorriones sobre un árbol; y aún había lágrimas en mi rostro, pues la represión propia se debilita en el sueño. Me levanté y abrí de par en par la ventana, y extendiendo mis manos sobre el jardincillo, bendije a los pájaros, cuyos cantos me habían arrancado de los turbulentos y espantosos siglos de mis sueños.


ALFRED KUBIN: Black Mass.

jueves, 19 de enero de 2012

THE DREAM ACADEMY




THIS WORLD

Richard's on the street with all the lonely poeple
trying to get a job and getting nowhere
so now this is what he got
a new kind of dedication
he doesen't feel lost
he walks into the station
And richard takes a train to go uptown
you know he's gonna find a place where the money just
walks around
and with the grace of a wildcat
he steals a bag without detection
walks on tiptoes right back
to make the right connection.
And when he leaves this world
well then he won't feel alone
now the fighting has all gone.
no more just trying to hold on
to the dreams of this world
where he never quite belonged.
Belinda meets a friend at a pub called 'the gun'
it's full of lots of lonely people all ot trying to
have some fun.
she says, "i'll be right back"
although you know it's only ten to one
her eyes are just like a wild cat
and where's the summer gone.
She's been working on the ships for easy money
it's a bigger kind of tip and that may be because
you run a bigger kind of risk
she's got the dedication written in a kiss
in the promise of intoxicated bliss.
She's misunderstood for all the lonely people
living in the world and getting nowhere,
something always just goes wrong.
why should they try to hold on
to the dreams of this world
where they never wuite belonged.
Gina says she's gonna stop,
settle down, you know, give it all up,
but it's so hard to give it up
when all your friends say they just can't
stop.
They beat up a girl on the ford estate with a baseball
bat
last night the vigilante city fathers tried to get
their daughters back.
they didn't understand
a different kind of smack was needed
than the back of the hand
yeah, something else was always needed.
This is for all the misunderstood lonely people
living in the world and getting nowhere
something always just goes wrong.
why should they try to hold on
to the dreams of this world
where they never quite belonged?
where they never quite belonged.

domingo, 15 de enero de 2012

AMBROSE BIERCE



UN HABITANTE DE CARCOSA


Existen diversas clases de muerte. En algunas, el cuerpo perdura, en otras se desvanece por completo con el espíritu. Esto solamente sucede, por lo general, en la soledad (tal es la voluntad de Dios), y, no habiendo visto nadie ese final, decimos que el hombre se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo viaje, lo que es de hecho verdad. Pero, a veces, este hecho se produce en presencia de muchos, cuyo testimonio es la prueba. En una clase de muerte el espíritu muere también, y se ha comprobado que puede suceder que el cuerpo continúe vigoroso durante muchos años. Y a veces, como se ha testificado de forma irrefutable, el espíritu muere al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos, resucita en el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.


Meditando estas palabras de Hali (Dios le conceda la paz eterna), y preguntándome cuál sería su sentido pleno, como aquel que posee ciertos indicios, pero duda si no habrá algo más detrás de lo que él ha discernido, no presté atención al lugar donde me había extraviado, hasta que sentí en la cara un viento helado que revivió en mí la conciencia del paraje en que me hallaba. Observé con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi alrededor se extendía una desolada y yerma llanura, cubierta de yerbas altas y marchitas que se agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, portadora de Dios sabe qué misterios e inquietudes. A largos intervalos, se erigían unas rocas de formas extrañas y sombríos colores que parecían tener un mutuo entendimiento e intercambiar miradas significativas, como si hubieran asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento previsto. Aquí y allá, algunos árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola conspiración de silenciosa expectativa.

A pesar de la ausencia del sol, me pareció que el día debía estar muy avanzado, y aunque me di cuenta de que el aire era frío y húmedo, mi conciencia del hecho era más mental que física; no experimentaba ninguna sensación de molestia. Por encima del lúgubre paisaje se cernía una bóveda de nubes bajas y plomizas, suspendidas como una maldición visible. En todo había una amenaza y un presagio, un destello de maldad, un indicio de fatalidad. No había ni un pájaro, ni un animal, ni un insecto. El viento suspiraba en las ramas desnudas de los árboles muertos, y la yerba gris se curvaba para susurrar a la tierra secretos espantosos. Pero ningún otro ruido, ningún otro movimiento rompía la calma terrible de aquel funesto lugar.

Observé en la yerba cierto número de piedras gastadas por la intemperie y evidentemente trabajadas con herramientas. Estaban rotas, cubiertas de musgo, y medio hundidas en la tierra. Algunas estaban derribadas, otras se inclinaban en ángulos diversos, pero ninguna estaba vertical. Sin duda alguna eran lápidas funerarias, aunque las tumbas propiamente dichas no existían ya en forma de túmulos ni depresiones en el suelo. Los años lo habían nivelado todo. Diseminados aquí y allá, los bloques más grandes marcaban el sitio donde algún sepulcro pomposo o soberbio había lanzado su frágil desafío al olvido. Estas reliquias, estos vestigios de la vanidad humana, estos monumentos de piedad y afecto me parecían tan antiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan manchados, y el lugar tan descuidado y abandonado, que no pude más que creerme el descubridor del cementerio de una raza prehistórica de hombres cuyo nombre se había extinguido hacía muchísimos siglos.

Sumido en estas reflexiones, permanecí un tiempo sin prestar atención al encadenamiento de mis propias experiencias, pero después de poco pensé: "¿Cómo llegué aquí?". Un momento de reflexión pareció proporcionarme la respuesta y explicarme, aunque de forma inquietante, el extraordinario carácter con que mi imaginación había revertido todo cuanto veía y oía. Estaba enfermo. Recordaba ahora que un ataque de fiebre repentina me había postrado en cama, que mi familia me había contado cómo, en mis crisis de delirio, había pedido aire y libertad, y cómo me habían mantenido a la fuerza en la cama para impedir que huyese. Eludí vigilancia de mis cuidadores, y vagué hasta aquí para ir... ¿adónde? No tenía idea. Sin duda me encontraba a una distancia considerable de la ciudad donde vivía, la antigua y célebre ciudad de Carcosa.

En ninguna parte se oía ni se veía signo alguno de vida humana. No se veía ascender ninguna columna de humo, ni se escuchaba el ladrido de ningún perro guardián, ni el mugido de ningún ganado, ni gritos de niños jugando; nada más que ese cementerio lúgubre, con su atmósfera de misterio y de terror debida a mi cerebro trastornado. ¿No estaría acaso delirando nuevamente, aquí, lejos de todo auxilio humano? ¿No sería todo eso una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mis mujeres y a mis hijos, tendí mis manos en busca de las suyas, incluso caminé entre las piedras ruinosas y la yerba marchita.

Un ruido detrás de mí me hizo volver la cabeza. Un animal salvaje -un lince- se acercaba. Me vino un pensamiento: "Si caigo aquí, en el desierto, si vuelve la fiebre y desfallezco, esta bestia me destrozará la garganta." Salté hacia él, gritando. Pasó a un palmo de mí, trotando tranquilamente, y desapareció tras una roca.

Un instante después, la cabeza de un hombre pareció brotar de la tierra un poco más lejos. Ascendía por la pendiente más lejana de una colina baja, cuya cresta apenas se distinguía de la llanura. Pronto vi toda su silueta recortada sobre el fondo de nubes grises. Estaba medio desnudo, medio vestido con pieles de animales; tenía los cabellos en desorden y una larga y andrajosa barba. En una mano llevaba un arco y flechas; en la otra, una antorcha llameante con un largo rastro de humo. Caminaba lentamente y con precaución, como si temiera caer en un sepulcro abierto, oculto por la alta yerba.

Esta extraña aparición me sorprendió, pero no me causó alarma. Me dirigí hacia él para interceptarlo hasta que lo tuve de frente; lo abordé con el familiar saludo:

-¡Que Dios te guarde!

No me prestó la menor atención, ni disminuyó su ritmo.

-Buen extranjero -proseguí-, estoy enfermo y perdido. Te ruego me indiques el camino a Carcosa.

El hombre entonó un bárbaro canto en una lengua desconocida, siguió caminando y desapareció.

Sobre la rama de un árbol seco un búho lanzó un siniestro aullido y otro le contestó a lo lejos. Al levantar los ojos vi a través de una brusca fisura en las nubes a Aldebarán y las Híadas. Todo sugería la noche: el lince, el hombre portando la antorcha, el búho. Y, sin embargo, yo veía... veía incluso las estrellas en ausencia de la oscuridad. Veía, pero evidentemente no podía ser visto ni escuchado. ¿Qué espantoso sortilegio dominaba mi existencia?

Me senté al pie de un gran árbol para reflexionar seriamente sobre lo que más convendría hacer. Ya no tuve dudas de mi locura, pero aún guardaba cierto resquemor acerca de esta convicción. No tenía ya rastro alguno de fiebre. Más aún, experimentaba una sensación de alegría y de fuerza que me eran totalmente desconocidas, una especie de exaltación física y mental. Todos mis sentidos estaban alerta: el aire me parecía una sustancia pesada, y podía oír el silencio.

La gruesa raíz del árbol gigante (contra el cual yo me apoyaba) abrazaba y oprimía una losa de piedra que emergía parcialmente por el hueco que dejaba otra raíz. Así, la piedra se encontraba al abrigo de las inclemencias del tiempo, aunque estaba muy deteriorada. Sus aristas estaban desgastadas; sus ángulos, roídos; su superficie, completamente desconchada. En la tierra brillaban partículas de mica, vestigios de su desintegración. Indudablemente, esta piedra señalaba una sepultura de la cual el árbol había brotado varios siglos antes. Las raíces hambrientas habían saqueado la tumba y aprisionado su lápida.

Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y las ramas acumuladas sobre la lápida. Distinguí entonces las letras del bajorrelieve de su inscripción, y me incliné a leerlas. ¡Dios del cielo! ¡Mi propio nombre...! ¡La fecha de mi nacimiento...! ¡y la fecha de mi muerte!

Un rayo de sol iluminó completamente el costado del árbol, mientras me ponía en pie de un salto, lleno de terror. El sol nacía en el rosado oriente. Yo estaba en pie, entre su enorme disco rojo y el árbol, pero ¡no proyectaba sombra alguna sobre el tronco!

Un coro de lobos aulladores saludó al alba. Los vi sentados sobre sus cuartos traseros, solos y en grupos, en la cima de los montículos y de los túmulos irregulares que llenaban a medias el desierto panorama que se prolongaba hasta el horizonte. Entonces me di cuenta de que eran las ruinas de la antigua y célebre ciudad de Carcosa.

***

Tales son los hechos que comunicó el espíritu de Hoseib Alar Robardin al médium Bayrolles.

jueves, 12 de enero de 2012

PIETRO MASTURZO



AZOTEAS DE ESPERANZA

Este año el prestigioso y no pocas veces controvertido premio World Press Photo ha sido ganado por un joven fotógrafo napolitano de apenas treinta años: Pietro Masturzo. La fotografía, captada en ese momento maravilloso en que el día ya da paso a la noche ("entre perro y lobo" lo llaman los franceses), muestra a unas mujeres en una azotea durante las pasadas protestas en Teherán. No se trata de un plano corto, sino que muestra a las mujeres inmersas en el paisaje urbano. La imagen además no es algo casual, sino que forma parte de una serie sobre el mismo tema, Azoteas de Teherán, toda ella magnífica.

Imagino que esta imagen levantará ampollas entre el ejército de fotógrafos que, taxidermistas del dolor, entienden que el camino para mostrar el sufrimiento humano es la "dramatización" de la propia imagen, cargándola de unas formas aparentemente atrevidas y de un contenido lo suficientemente obvio como para mover el sentimentalismo más simple del espectador (aquí preferiría decir del lector de la imagen). Pero otros creemos que hay más caminos, y que tal vez hace falta menos denuncia y más reflexión; en definitiva: más verdadera fotografía y menos propaganda.

Para quienes digan, que los habrá, que la imagen ganadora es un bello ejercicio estético, pero poco "fuerte", de escaso contenido, etcétera, yo me permito sugerirles que nada más lejos de la verdad. Permítanme un solo ejemplo: cualquiera que conozca o haya trabajado mínimamente en países musulmanes, pendiente de su vida cotidiana -tan rica- y no solo de sus guerras, sabe bien de la importancia de las azoteas al anochecer en la vida de las familias, y especialmente de las mujeres; y del espacio de comunicación y de libertad que allí se crea (los lectores de Fátima Mernisi ya saben de qué hablo). Es por ello, no por casualidad, por lo que allí se produjeron las protestas documentadas por Masturzo. Éste ha sabido hacerlo con gran respeto no sólo hacia las personas, sino también hacia un entorno arquitectónico tan característico, que tanta información añadida aporta sobre esas urbes del Islam (en Oriente, norte de África...) en constante y desquiciado crecimiento, inevitables crisoles de conflicto. Y también con una notable calidad fotográfica, trabajando con unas luces y un sentido de la distancia que, por menos obvios, nos animan más a seguir mirando la imagen un rato, a reflexionar, que a decir de un vistazo: "¡qué barbaridad!"... y pasar la página. Lo sutil puede y debe ser un valor en un mundo de obviedades.

El maestro Raymond Depardon (reportero fundador de la agencia Gamma, hoy en Magnum) ha realizado una de las afirmaciones más simples y a la vez demoledoras sobre el fotoperiodismo (y la propia vida, claro): "siempre hay un mercado para la crónica de los palacios y para el drama de los suburbios, pero no lo hay para la crónica de los suburbios." Cómo no celebrar pues, como fotógrafo y como lector, esta crónica visual realizada (ignorado por el mercado, desde luego) por Pietro Masturzo con comprensión del tema, respeto por él y calidad fotográfica (las tres patas del verdadero trabajo documental). Y cómo no felicitar no sólo al autor, sino también al jurado que ha decidido premiarlo. Christian Caujolle, fundador de la Agence Vu (que me acoge desde hace no pocos años) y muy vinculado al WPPh, me contaba que, cuando tienen que hacer algún libro antológico del premio, se encuentran con que muchas de las fotografías ganadoras, pasados los años y olvidada la noticia que las provocó, se sujetan con dificultad, precisamente por su poca calidad fotográfica. Esto no ocurrirá con la imagen ganadora de este año, aunque no haya encontrado acomodo en la prensa de cada día.

JOSÉ MANUEL NAVIA 12/02/2010


http://pietromasturzo.viewbook.com/home/

sábado, 7 de enero de 2012

WILLIAM BUTLER YEATS


LA CANCIÓN DE AENGUS EL VAGABUNDO

Eché a andar por el bosque de avellanos
porque sentía un fuego en la cabeza,
y corté y descortecé una rama
y le até una baya con un hilo;
y cuando echaron a volar mariposas blancas
y se alejaron como estrellas titilantes,
la dejé caer en un arroyo
y pesqué una pequeña trucha plateada.

Tras haberla dejado en el suelo
fui a avivar con mi aliento la llama,
pero algo crujió en el suelo
mientras alguien pronunciaba mi nombre.
Se había convetido en una joven resplandeciente,
y con flores de manzano en el cabello,
que me llamó por mi nombre y echó a correr
perdiéndose en el aire destellante.

Aunque envejezca en mis vagabundeos
por hondonadas y colinas,
alguna vez volveré a encontrarla,
y tomándola de las manos, la besaré en los labios,
y caminaremos entre largas hierbas multicolores,
y cosecharé hasta el final del tiempo
las plateadas manzanas de la Luna
y las manzanas doradas del Sol.

domingo, 1 de enero de 2012

THE CHURCH



NO EXPLANATION

You pull the sheets around you throat
Talking like the harpy again
I've got this heartache in my coat
Since I don't remember when
It's guaranteed to live and to bleed
And you feed it with your bitterest lies
Hope you can see what that's done to me
But I don't care to look into your eyes
There's no explanation
Dreamtongued man from the golden land
Standing with the keys to your door
I had to laugh as I shook his hand
Didn't know he'd been here before
I know him well but I never can tell
If he sees right through my futile disguise
Hope you can see what that's done to me
But I don't care to look into your eyes
There's no explanation
Walking alone down the path to your home
On a silent and sensual day
It almost could be my very own
Before I went and lost my way
Directions aren't clear when you're standing here
And you cheer me with your faithless surprise
Hope you can see what that's done to me
But I don't care to look into your eyes
There's no explanation