domingo, 29 de enero de 2012

LORD DUNSANY


EN DONDE SUBEN Y BAJAN LAS MAREAS


Soñé que había hecho una cosa horrible, tan horrible, que se me negó sepultura en tierra y en mar, y ni siquiera había infierno para mí.

Esperé algunas horas con esta certidumbre. Entonces vinieron por mí mis amigos, y secretamente me asesinaron, y con antiguo rito y entre grandes hachones encendidos, me sacaron.

Esto acontecía en Londres, y furtivamente, en el silencio de la noche, me llevaron a lo largo de calles grises y por entre míseras casas hasta el río. Y el río y el flujo del mar pugnaban entre bancos de cieno, y ambos estaban negros y llenos de los reflejos de las luces. Una súbita sorpresa asomó a sus ojos cuando se les acercaron mis amigos con sus hachas fulgurantes. Y yo lo veía, muerto y rígido, porque mi alma aún estaba entre mis huesos porque no había infierno para ella, porque se me había negado sepultura cristiana.

Bajáronme por una escalera cubierta de musgo resbaladizo y viscosidades, y así descendí, poco a poco, al terrible fango. Allí, en el territorio de las cosas abandonadas, excavaron una somera fosa. Después me depositaron en la tumba y, de repente, arrojaron las antorchas al río. Y cuando el agua extinguió el fulgor de las teas, viéronse, pálidas, pequeñas, sobrenadar en la marea; y al punto se desvaneció el resplandor de la calamidad, y advertí que se aproximaba la enorme aurora; mis amigos cubriéronse los rostros con sus capas, y la solemne procesión se dispersó, y mis amigos fugitivos desaparecieron calladamente.

Entonces volvió el fango cansadamente y lo cubrió todo, menos mi cara. Allí yacía solo, con las cosas olvidadas, con las cosas amontonadas que las mareas no llevarán más adelante, con las cosas inútiles y perdidas, con los ladrillos horribles, que no son ni tierra ni piedra. Nada sentía, porque me habían asesinado; mas la percepción y el pensamiento estaban en mi alma desdichada. La aurora se abría, y vi las desoladas viviendas amontonadas en la margen del río, y en mis ojos muertos penetraban sus muertas ventanas, tras las cuales había fardos en vez de ojos humanos. Y tanto hastío sentí al mirar aquellas cosas abandonadas que quise llorar, mas no pude, porque estaba muerto. Supe entonces lo que jamás había sabido: que durante muchos años aquel rebaño de casas desoladas había querido llorar también; mas, por estar muertas, estaban mudas. Y supe que también las cosas olvidadas hubiesen llorado, pero no tenían ni ojos ni vida. Y yo también intenté llorar, pero no había lágrimas en mis ojos muertos. Y supe que el río podía habernos cuidado, podía habernos acariciado, podía habernos cantado; mas él seguía corriendo, sin pensar más que en los bancos maravillosos.

Por fin, la marea hizo lo que no hizo el río, y vino y me cubrió y mi alma halló reposo en el agua verde. Y se regocijó e imaginó que tenía la sepultura en el mar.

Mas con el reflujo descendió el agua otra vez, y otra vez me dejó solo con el fango insensible, con las cosas olvidadas, ahora dispersas, y con el paisaje de las desoladas casas, y con la certidumbre de que todos estábamos muertos.

En el renegrido muro que tenía detrás, tapizado de verdes algas, despojo del mar, aparecieron oscuros túneles y secretas galerías tortuosas que estaban dormidas y obstruídas. De ellas bajaron al cabo furtivas ratas a roerme, y mi alma se regocijó creyendo que al fin se vería libre de los malditos huesos a los que se había negado entierro. Pero al punto se apartaron las ratas breve trecho y cuchichearon entre sí. No volvieron más. Cuando descubrí que hasta las ratas me execraban, intenté llorar de nuevo.

Entonces, la marea vino retirándose, y cubrió el espantoso fango, y ocultó las desoladas casas, y acarició las cosas olvidadas, y mi alma reposó por un momento en la sepultura del mar. Luego me abandonó otra vez la marea.

Y sobre mí pasó durante muchos años arriba y abajo. Un día me encontró el Consejo del Condado y me dio sepultura decorosa. Era la primera tumba en que dormía. Pero aquella misma noche mis amigos vinieron por mí y me exhumaron y me llevaron de nuevo al hoyo somero del fango.

Una y otra vez hallaron mis huesos sepultura a través de los años; pero siempre, al fin del funeral, acechaba uno de aquellos hombres terribles, quienes, no bien caía la noche, venían, me sacaban y me volvían nuevamente al hoyo del fango.

Por fin, un día, murió el último de aquellos hombres que hicieron un tiempo la terrible ceremonia conmigo. Oí pasar su alma por el río al ponerse el sol.

Y esperé de nuevo.

Pocas semanas después me encontraron otra vez, y otra vez me sacaron de aquel lugar en que no hallaba reposo, y me dieron profunda sepultura en sagrado, donde mi alma esperaba descanso.

Y al punto vinieron hombres embozados en capas y con hachones encendidos para volverme al fango, porque la ceremonia había llegado a ser tradicional y de rito. Y todas las cosas abandonadas se mofaron de mí en sus mudos corazones cuando me vieron volver, porque estaban celosas de que hubiese dejado el fango.

Debe recordarse que no podía llorar.

Y corrían los años hacia el mar a donde van las negras barcas, y las grandes centurias abandonadas se perdían en el mar, y allí permanecía yo sin motivo de esperanza y sin atreverme a esperar sin motivo por miedo a la terrible envidia y a la cólera de las cosas que ya no podían navegar.

Una vez se desató una gran borrasca que llegó hasta Londres y que venía del Mar del Sur; y vino retorciéndose río arriba empujada por el viento furioso del Este. Y era más poderosa que las espantosas mareas, y pasó a grandes saltos sobre el fango movedizo. Y todas las tristes cosas olvidadas se regocijaron y mezcláronse con las cosas que estaban más altas que ellas, y pulularon otra vez entre los señoriales barcos que se balanceaban arriba y abajo. Y sacó mis huesos de su horrible morada para no volver nunca más, esperaba yo, a sufrir la injuria de las mareas. Y con la bajamar cabalgó río abajo, y dobló hacia el Sur, y tornóse a su morada. Y repartió mis huesos por las islas y por las costas felices y extraños continentes. Y por un momento, mientras estuvieron separados, mi alma creyóse casi libre.

Luego se levantó, al mandato de la luna, el asiduo flujo de la marea, y deshizo en un punto el trabajo del reflujo, y recogió mis huesos de las riberas de las islas del sol, y los rebuscó por las costas de los continentes, y fluyó hacia el Norte hasta que llegó a la boca del Támesis, y allí volvió a Occidente su faz implacable, y subió por el río y encontró el hoyo del fango, y en él dejó caer mis huesos; y el fango cubrió algunos y dejó otros al descubierto, porque el fango no cuida de las cosas abandonadas.

Llegó el reflujo, y vi los ojos muertos de las casas y la envidia de las otras cosas abandonadas que no había removido la tempestad.

Y transcurrieron algunas centurias más sobre el flujo y el reflujo y sobre la soledad de las cosas olvidadas. Y allí permanecía en la indiferente prisión del fango, jamás cubierto por completo ni jamás libre, y ansiaba la gran caricia cálida de la tierra o el dulce regazo del mar.

A veces encontraban mis huesos los hombres y los enterraban; pero nunca moría la tradición y siempre me volvían al fango los sucesores de mis amigos. Al fin dejaron de pasar los barcos y fueron apagándose las luces; ya no flotaron más río abajo las tablas de madera, y en cambio llegaron viejos árboles descuajados por el viento, en su natural simplicidad.

Al cabo, percibí que por donde quiera a mi lado se mavía una brizna de hierba y el musgo crecía en los muros de las casas muertas. Un día, una rama de cardo silvestre pasó río abajo.

Por algunos años espié atentamente aquellas señales, hasta que me cercioré de que Londres desaparecía. Entonces perdí una vez más la esperanza y en toda la orilla del río reinaba la ira entre las cosas perdidas, pues nada se atrevía a esperar en el fango abandonado. Poco a poco se desmoronaron las horribles casas, hasta que las pobres cosas muertas que jamás tuvieron vida, encontraron sepultura decorosa entre las plantas y el musgo. Al fin apareció la flor del espino y la clemátide. Y sobre los diques que habían sido muelles y almacenes se irguió al fin la rosa silvestre. Entonces supe que la causa de la naturaleza había triunfado y que Londres había desaparecido.

El último hombre de Londres vino al muro del río, embozado en una antigua capa, que era una de aquellas que en un tiempo usaron mis amigos, y se asomó al petril para asegurarse de que yo estaba quieto allí; se marchó y no le volví a ver: había desaparecido a la par que Londres.

Pocos días después de haberse ido el último hombre, entraron las aves en Londres, todas las aves que cantan. Cuando me vieron, me miraron con recelo, se apartaron un poco y hablaron entre sí.

“Sólo pecó contra el Hombre - dijeron -. No es cuestión nuestra”.

“Seamos buenas con él” - dijeron.

Entonces se me acercaron y empezaron a cantar. Era la hora del amanecer, y en las dos orillas del río, y en el cielo, y en las espesuras que en un tiempo fueron calles cantaban centenares de pájaros. A medida que el día adelantaba, arreciaban en su canto los pájaros; sus bandadas espesábanse en el aire, sobre mi cabeza, hasta que se reunieron miles de ellos cantando, y después millones, y, por último, no pude ver sino un ejército de alas batientes, con la luz del sol sobre ellas, y breves claros de cielo. Entonces, cuando nada se oía en Londres, más que las miriadas de notas del canto alborozado, mi alma se desprendió de mis huesos en el hoyo del fango y comenzó a trepar sobre el canto hacia el cielo. Y pareció que se abría entre las alas de los pájaros un sendero que subía y subía, y a su término, se entreabría una estrecha puerta del Paraíso. Y entonces conocí, por una señal, que el fango no había de recibirme más, porque de repente descubrí que podía llorar.

En este instante abrí los ojos en la cama de una casa de Londres, y fuera, a la luz radiante de la mañana, trinaban unos gorriones sobre un árbol; y aún había lágrimas en mi rostro, pues la represión propia se debilita en el sueño. Me levanté y abrí de par en par la ventana, y extendiendo mis manos sobre el jardincillo, bendije a los pájaros, cuyos cantos me habían arrancado de los turbulentos y espantosos siglos de mis sueños.


ALFRED KUBIN: Black Mass.

2 comentarios:

jacky dijo...

Que relato más bonito,me ha encantado, y desde luego, no has podido poner un cuadro más apropiado.

RosaMaría dijo...

Qué azarosa muerte! El mar piadoso pero también indiferente. El fango atrapante. Los amigos que no lo son. Un relato tan fascinante como el cuadro.