sábado, 12 de noviembre de 2011

RAMÓN MARÍA DEL VALLE-INCLÁN



UNA VISITA AL CONVENTO DE GONDARÍN

Después de los años que han pasado, la memoria que guardo de las ruinas del convento de Gondarín, aseméjase, por la vaga nebulosidad y melancólica saudade que la envuelve, a las tintas tenues y difuminadas que adquieren las lejanías en los paisajes de mi tierra. Como en ensueños recuerdo aquella navegación por el río, en la vieja y negruzca barca que, engalanada de mirtos y de flores, traía a mi mente el recuerdo de aquellas otras de la antigua Grecia que conducían a los héroes de Atenas a la patria, cuando volvían del ostracismo.

El sol de un día espléndido se ostentaba como disco de bruñida plata en un cielo sin nubes, y bajo sus abrasadores rayos parecían pompear las brillantes plateadas ondas del río, que se ofrecía a lo lejos con efectos cambiantes, surcado por no más de una vela que, en medio de aquella atmósfera de fuego, adquiría tenues visos dorados como de mieses agostadas en la era.

Una hora de navegación llevaríamos, cuando varada la barca en un remanso que formaba el río, sobre el cual juntaban en aquel sitio su frondoso ramaje los corpulentos y retorcidos sauces que había en una y otra orilla, tomamos a pie el camino pedregoso y solitario que desde allí conduce al convento; y aún no habíamos traspuesto la húmeda junquera por que atraviesa la senda, cuando distinguimos en una hondonada, medio oculta entre los árboles del paisaje, una sombría mole de ruinas que negreaban entre los verdes múltiples tonos del follaje.

La impresión que entonces he sentido se conserva todavía viva en el fondo de mi alma, y los años que han pasado sólo han conseguido prestarle mayor tinte de poética vaguedad. Atrás, en la ribera del río, acababa de ver hacía un momento un dolmen caído y saqueado; ahora tenía delante las venerandas reliquias de un convento: el altar de los celtas de la antigüedad, y el de los nuevos: los dos abandonados y ruinosos; los dos sin sacerdotes y sin culto. Ya no poblaban aquellas soledades las sombrías y ascéticas figuras de los frailes que vestían el tosco sayal y hacían penitencia; ya no subían por la orilla del río al mediar la noche los vates druidas que, ceñidas las blancas vestiduras de lino, iban a celebrar los cruentos sacrificios sobre la tosca piedra de sus dólmenes que el muérdago cubría. ¡Ídolos, ritos, sombras augustas, todo había pasado con los siglos! Sobre aquellas ruinas, tocadas de la inmensa soledad de las almas muertas y sin afectos, parecía vagar un espíritu sublime y misterioso que, protegiéndolas con sus alas, las hacía sagradas. ¡El tiempo, que les prestaba, con la majestad de las grandezas caídas, el romancesco prestigio de todo lo pasado! Nunca como entonces pudieran con más razón ser recordadas y repetidas las palabras del poeta monje:

Era un templo, era un altar,
donde llora el desvalido,
yo lloré; volví a pasar
y era polvo consumido
que también me hizo llorar.


Allí quedaba, como único recuerdo de un sacerdocio ya extinguido, la encina sagrada a la cual la superstición popular aún concede no se qué hechiceras virtudes; de las sublimes grandezas del otro culto, como eterno cantar que las pregona, quedaba el murmurar gentil de la fuente milagrosa que brota al pie del sagrado baptisterio y cuyas aguas van a beber las mujeres que se sienten heridas del mal cativo murmurando con todo el fervor de sus almas campesinas:

Milagrosa santa yagua
sana este mal que me magua.


En medio de tantas grandezas caídas quedaba en pie el altar cristiano ante el cual en la fiesta del glorioso tutelar aún se quema incienso de los sacrificios que se extiende en tenues ondas por las naves de la iglesia convertida en rectoral, y sube hasta los pies del Cristo bizantino que lívido, desmelenado y sangriento, inclinada sobre el hombro amoratado la faz cadavérica que respira misticismo, contrasta en su sublime tristeza con la visión esplendorosa del retablo, verdadera orgía de dorados y molduras, entre los cuales se destacan con prodigalidad infinita los pesados racimos de la eterna vid de los retablos churriguerescos, que trepa y se enrosca a las columnas, sostenidas por aladas cabezas angélicas que asoman sonrientes envueltas entre nubes áureas como los celajes de aquel hermoso día de estío, que al abandonar el convento nos enviaba el último adiós.

Cuando llegamos a la ribera anochecía ya bajo los sauces a que estaba atada la barca, la cual un momento después se deslizaba, sin remos ni velamen, arrastrada por la corriente que la llevaba al mar. En tanto que la luna, semejante a esas aladas cabezas angélicas que los pintores místicos de la Edad Media tanto prodigaron en sus lienzos, parecía salir de entre las ondas que alzaba en blando movimiento la brisa de la noche.

(Colaboraciones periodísticas)

CASPAR DAVID FRIEDRICH: Abadía en el robledal, 1809

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